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Que las tecnologías de la información han cambiado de forma meteórica la vía de comunicarse y de socializar es innegable. Este cambio conlleva en muchos casos un uso constante de internet, especialmente por parte de jóvenes y adolescentes, que hace encender las alarmas de la sociedad ante el miedo a que aparezcan posibles peligros para la salud.
Se estima que en Europa la prevalencia de adicción a internet es del 3,9 por ciento, una cifra que a nivel global -especialmente en el continente asiático- asciende al 4,6 por ciento, según ha explicado a DM Eva Varela Bodenlle, psiquiatra de la Unidad de Conductas Adictivas en Adolescentes del Servicio de Psiquiatría y Psicología Infantojuvenil del Hospital Clínico de Barcelona, con motivo de las XIVJornadas Científicas de la Fundación Alicia Koplowitz, celebradas en Madrid.
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Durante las jornadas, centradas en el Impacto de las redes sociales y las tecnologías de la comunicación en la salud mental infanto-juvenil, Varela ha explicado que, aunque hasta hace poco no había consenso sobre el concepto de adicción a internet, la comunidad científica se puso de acuerdo a partir de 2013 con la propuesta en el DSM-V del trastorno de juego por internet y en 2019 con el trastorno por videojuegos en el CIE-11. Incluirlo de esta manera se debe a que “el juego a través de internet es la causa más común de adicción a internet en el mundo, por encima de las redes sociales”, ha dicho Varela. Pero, además, estas nuevas clasificaciones han permitido estandarizar la investigación.
Signos de adicción al juego en internetSe entiende que una persona padece un trastorno de juego en internet cuando realiza un uso persistente y recurrente de juego on-line en el que generalmente se compite con otros jugadores y se permanecen más de 8 a 10 horas diarias produciéndose una afectación funcional. El diagnóstico se alcanza cuando se cumplen un mínimo de 5 de 9 criterios durante al menos 12 meses: preocupación excesiva por los juegos de internet, síntomas de abstinencia, tolerancia, dificultad en el autocontrol, pérdida de interés por otras actividades, continuo uso a pesar de darse cuenta de los problemas psicosociales asociados, mentir a familiares, terapeutas u otras personas en relación al uso, emplear los juegos para evadirse o aliviar un estado de ánimo negativo y afectación de las relaciones interpersonales y obligaciones académico o laborales.
Con otras patologíasLa adicción a internet no suele aparecer sola y sí asociarse con otras patologías, como la depresión, los trastornos de ansiedad social, de conductas, del espectro autista (TEA), el abuso de sustancias, y, sobre todo, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad. No obstante, al igual que con el consumo de sustancias, el peligro no está en el uso puesto que no todo el que juega se convierte en adicto.
La reclusión social puede ser el primer síntoma de trastornos de salud mental graves que habitualmente se inician en la adolescencia
Otra patología con la que se asocia es la reclusión social severa, con la que comparte factores de riesgo y comorbilidades: depresión, trastornos de ansiedad o fobia social y del espectro autista.
Según Varela esta reclusión fue descrita por primera vez en Japón con el término de hikikomori y ya se produce en otros países. “Se trata de un aislamiento autoimpuesto en el hogar, más frecuente en adolescentes o adultos jóvenes. Son individuos que están más de seis meses recluidos y se aíslan de las relaciones sociales y familiares, desconectan del ámbito laboral o académico y presentan deterioro funcional.Además, utilizan internet de forma muy profusa y tienen más riesgo de sufrir una adicción”.
Los últimos estudios apuntan a que la gran mayoría de pacientes presentan comorbilidades psiquiátricas, por lo que la reclusión social es un síntoma de alarma en sí mismo y puede indicar el inicio de un trastorno mental grave -psicosis, depresión…- o cumplir criterios de un trastorno psiquiátrico. “¿Qué trastorno aparece primero? ¿El huevo o la gallina? Hay autores que dicen que primero lo hace la reclusión social, donde personas más solitarias encontrarían en el entorno virtual una vía de escape y acabarían desarrollando una adicción por el uso compensatorio de internet. Otros opinan lo contrario: que primero se produciría el mal uso de internet y estos individuos se irían aislando hasta llegar a la reclusión”.
En cualquier caso, Varela opina que puede ser un problema en nuestro medio teñido de cierto alarmismo. “En la práctica clínica encontramos pacientes que sufren depresión, ansiedad y TEA que tienen más tendencia a usar internet como vía de escape de su problema y a recluirse socialmente”.
Esto hace que sea necesario atender a signos de alarma -afectación funcional, bajo rendimiento académico, cambio de carácter, pérdida de amistades y aficiones…- tanto en atención especializada como en primaria. “El pediatra de AP puede, antes de que aparezca el problema, dar pautas a los padres y al niño sobre el mal uso de internet. No hay que olvidar preguntar en consulta sobre el uso de nuevas tecnologías y sobre los amigos on-line. Los colegios serían otro ámbito donde actuar para prevenir y educar en el uso correcto”.
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Efectivamente, la situación que plantea no es un hecho aislado. Son muchos los profesionales que pasan por situaciones similares. En primer lugar, cabe matizar que sólo con una sólida relación médico-paciente puede realizarse una atención de calidad, lo que es imposible cuando se produce una ruptura violenta de la misma, que repercutirá sobre el servicio sanitario generando intranquilidad y desconfianza en el resto de los pacientes.
A su vez y consecuencia de lo anterior, las conductas violentas, incluso sin agresión física, son punibles, puesto que rompen algo tan básico como el vínculo de confianza que siempre debe existir en la relación médico-paciente, fundamental para la consecución de los objetivos de la relación clínica.
Nuestro Código Penal, en su artículo 550 y siguientes, tipifica los atentados contra autoridad y funcionarios públicos y, en particular, especial mención realiza al incorporar expresamente a los docentes y sanitarios. El motivo de su inclusión era el castigo de forma contundente de toda conducta lesiva contra los profesionales sanitarios en el ejercicio de su profesión. Interesa traer a colación la sentencia dictada por el Juzgado de lo Penal número 2 de Logroño en diciembre de 2017.
En este fallo, el juzgador tuvo ocasión de pronunciarse al respecto de las agresiones sufridas por un profesional sanitario durante su ejercicio profesional, expresando lo siguiente: “Nos encontramos que la agresión y el acometimiento fueron cometidos contra un médico de familia y su enfermera adjunta, ambos son el escalafón primero y esencial de nuestra atención sanitaria. No se ha de consentir ni justificar ningún tipo de acometimiento ni de agresión al personal sanitario (educativo) que, en el ejercicio de sus funciones, cumplen un cometido que va más allá del juramento prestado, representando valores esenciales para con la sociedad”.
En conclusión, debe tener en cuenta que le ampara el ordenamiento jurídico y que es aplicado por nuestros órganos jurisdiccionales, siempre que se denuncien los hechos.
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Prolongar la vida con una salud aceptable ha sido y es una de las ambiciones de la humanidad. Muchos alquimistas se intoxicaron en busca de elixires mágicos y otros contribuyeron con sus arriesgados cócteles al progreso de la química. Aunque no se perciba con claridad -siempre se anhela más-, ese sueño se ha cumplido en parte en el último siglo: aumento de la esperanza de vida y achaques más llevaderos gracias a los avances médicos.
En el último número de la revista Aging, el ruso Mijaíl V. Blagosklonny, biólogo y oncólogo del Instituto del Cáncer Roswell Park, en Buffalo (Estados Unidos), en un atrevido intento de forzar la ansiada longevidad, afirma que “es más peligroso no usar los actuales fármacos antienvejecimiento que usarlos”. Su preferido, y sobre el que centra su artículo, es la rapamicina, un inmunosupresor que apareció hace veinte años para tratar a los trasplantados renales. Este inhibidor de la proteína mTOR, implicada en la multiplicación celular y por tanto en los tumores y parece que en la senescencia, sería el principal ingrediente de lo que llama ‘fórmula Koschéi’, en homenaje a un villano inmortal del folclore eslavo.
La receta de la longevidadBlagosklonny añade a la rapamicina el antidiabético metformina, inhibidores de la enzima convertidora de la angiotensina (ECA), aspirina, inhibidores de la fosfodiesterasa 5, como el sildenafilo contra la disfunción eréctil, junto con un poco de restricción calórica o de ayuno intermitente. Todos ellos, explica, se utilizan para tratar enfermedades relacionadas con la edad -hipertensión, cardiopatía isquémica, diabetes, cáncer, hiperplasia de próstata- por lo que pueden considerarse como medicamentos antienvejecimiento, pues además, y a diferencia de otras panaceas fallidas como los antioxidantes o la hormona de crecimiento, extienden la vida útil, según numerosos ensayos en animales y según la larga experiencia en humanos. “Si no fueran medicamentos comunes para enfermedades humanas, los gerontólogos los llamarían agentes antienvejecimiento”.
Blagosklonny insiste por otro lado en el carácter polivalente de sus elegidos: la metformina trata la diabetes tipo 2, la prediabetes, la obesidad, el síndrome metabólico, el cáncer y el síndrome de ovario poliquístico; la aspirina no solo reduce la inflamación (marca distintiva del envejecimiento), sino también el riesgo cardiovascular, la trombosis y un tercio de tumores colorrectales, gástricos y esofágicos; el sildenafilo y sus análogos también son efectivos contra la hiperplasia benigna de próstata y la hipertensión arterial pulmonar y mitigan el cáncer colorrectal. “El envejecimiento es la suma de todas estas enfermedades… La rapamicina y estos medicamentos pueden complementarse entre sí en una formulación antienvejecimiento; por ejemplo, la metformina contrarresta la hiperglucemia inducida por rapamicina”.
Para convencer a los quimiofóbicos, que temen los efectos secundarios, argumenta que, curiosamente, “el miedo al tabaco es menos intenso que el miedo a la rapamicina. Pero mientras que fumar acorta la esperanza de vida, la rapamicina la extiende. El tabaco aumenta la incidencia de cáncer y otras enfermedades de la edad; la rapamicina previene el cáncer en ratones y humanos. Fumar en exceso acorta la vida en 6-10 años. En ratones de mediana edad, solo 3 meses de tratamiento con dosis altas de rapamicina fueron suficientes para aumentar la esperanza de vida hasta un 60%. Cuando se empieza a tomar en el inicio de la vejez, la rapamicina aumenta la esperanza de vida en un 9-14%, equivalente a 7 años. En comparación, los fumadores que dejan de fumar a los 65 años ganan entre 1,4 y 3,7 años. Siguiendo la analogía, se podría decir que en los ancianos no tomar rapamicina o análogos como everolimus puede ser aún más peligroso que fumar”. Por si fuera poco, “la rapamicina beneficia a fumadores y ex fumadores al disminuir el cáncer de pulmón”. Asimismo, más que suprimir la inmunidad, elimina la hiperinmunidad, es decir, “rejuvenecería la inmunidad”; de ahí su protección contra algunas infecciones y algunos tipos de cáncer.
A pesar de su entusiasta defensa de estos fármacos no niega sus efectos secundarios, desaconseja la automedicación, anima a que se estudien dosis y combinaciones, y a que se establezcan clínicas geriátricas, y confía en que tales elixires vayan inspirando sucesores más seguros, si bien, por ejemplo, con respecto a su querida rapamicina, cuenta el caso de una joven de 18 años que intentó suicidarse con 103 pastillas del fármaco y lo único que consiguió fue un aumento del colesterol. Entonces, “¿la rapamicina suprime el envejecimiento y prolonga la vida previniendo enfermedades o previene enfermedades frenando el envejecimiento? Ambas opciones reflejan en realidad el mismo proceso”.
Matiza sin embargo que, aunque revierte algunas manifestaciones del envejecimiento, es más efectiva como prevención -del cáncer, la osteoporosis, la ateroesclerosis y el Alzheimer- que como remedio. “En otras palabras, los medicamentos antienvejecimiento extienden la duración de la salud y son más eficaces antes de que las enfermedades dañen a los órganos o causen pérdidas funcionales”. Así, recuerda que la restricción calórica y el ayuno intermitente extienden la vida útil, pero ofrecen poco beneficio cuando se practican en la vejez: “Inhiben la vía mTOR en ratones jóvenes pero no en los viejos”. Aun así, nunca es tarde, concluye con optimismo: “Incluso si ya hay una o algunas enfermedades derivadas de la edad, otras aún se encuentran en etapas previas, y estos fármacos pueden retrasar su desarrollo, así como la progresión de las enfermedades existentes”. Es, en fin, frente a la ardua alternativa de dieta, ejercicio y vida sana, la vía farmacológica hacia la longevidad, la que mantiene vivos por otro lado a muchos ancianos.
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El magistrado de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (TS), César Tolosa puso hace unos días el dedo en la llaga en una jornada de enfermería: “El personal sanitario no debe convertirse en un factor de riesgo dentro del sistema sanitario (…). Debería existir la obligación de vacunación a los trabajadores de la sanidad”. Yo no estaba allí, pero con mucha probabilidad más de un profesional se quedaría atónito al oírlo. Si la vacunación no es obligatoria para la población, ni siquiera la infantil, ¿por qué va a serlo para los sanitarios?
Pero superado el impacto inicial, la idea no chirría tanto. Hay que partir de la base que los sanitarios tienen un riesgo elevado de contraer infecciones prevenibles con inmunización y son fuente de transmisión a los pacientes que atienden, especialmente a los más vulnerables. Eso incluye también al personal en formación y al administrativo, de mantenimiento y limpieza, voluntariado…, que esté en contacto con enfermos o con material potencialmente infeccioso. A pesar de ello, la tasa de cobertura es baja en España (del 33,9% en el caso de la gripe, según datos del ministerio relativos a la campaña 2018-2019).
Además, el personal sanitario es muy valioso, tanto para los centros y equipos (sus bajas obligan a buscar sustitutos quizá no tan bien preparados o cargan de más trabajo a los compañeros) como para sus pacientes; es temido, especialmente por los enfermos crónicos, el “dr. X está baja; hoy le verá otro médico”. Y no hay que olvidar que los sanitarios también pueden contagiar infecciones contraídas el ámbito laboral a su entorno familiar y social. Pero hay más argumentos: si los sanitarios no dan ejemplo con altas tasas de vacunación, ¿cómo combatir el movimiento poblacional antivacunas que ya ha devuelto a algunos países el problema del sarampión, tras llegar a estar en cifras de contagio cercanas a la erradicación?
Si hay consenso científico sobre que el lavado de manos, el aislamiento de los infectados y la vacunación de los sanitarios (especialmente de gripe, hepatitis B, tosferina, triple vírica -sarampión, rubéola y parotiditis- y varicela) minimizan el riesgo de contagio y de contagiar, ¿por qué esperar a que lleguen las obligatoriedades? ¡Vacúnense, por favor!
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